martes, 28 de diciembre de 2010

El fantasma de la mujer desnuda

El fantasma de la mujer desnuda
18/oct./2010



La silueta pasó como un celaje y se perdió entre los árboles y la construcción aledaña al parque. El aroma tenue y dulzón prevaleció en el aire por largo tiempo. Mi cuerpo se congeló y mi mente siguió viendo ese cuerpo desnudo, frágil y perfecto, hasta quedarme esa noche dormido y cientos de noches más.
Le llamaban el fantasma de la mujer desnuda. Muchos hombres decían haberla visto en diferentes lugares de ese pueblo, perdido entre montañas y espesuras en el centro de la cordillera. Se aparecía cuando menos la esperaban. Siempre de noche, en parajes solitarios o poblados, dejando ese frío que calaba los huesos y esa tristeza que poblaba su espíritu, o lo que fuera. ¿Quién era? ¿Cuál era su propósito al inmiscuirse en la vida de los hombres y mujeres de ese pueblo? ¿Por qué estaba siempre desnuda?
Muchas veces trataron de seguirla, pero su andar era de vuelo. Tan rápido, que flotaba entre las casas y los árboles, entre ríos y montañas, por caminos en los que apenas se podía caminar.
Han pasado años desde que dejé ese pueblo olvidado de Dios y de otros hombres. Regreso y aún hoy, después de veinte años, se habla del fantasma. Seguía apareciendo, ahora con menos frecuencia. Aún se colaba por las fincas, entre los animales, en la espesura de algunos lugares. Su perfume se desvanecía más rápido que su recuerdo.
Regreso al pueblo de mi infancia buscando respuestas. Regreso para buscarme, para buscar mis raíces. Regreso a escribir mi libro, el que dejé incompleto al abandonar el pueblo. Mi familia vive aquí. Apenas encuentro algunos conocidos. La casa de mis abuelos aún se conserva. La adapto a mi vida cotidiana.
Pasan los días. En las noches, busco en los alrededores el fantasma misterioso. Una noche, sentado en el balcón de la casa ancestral, la veo pasar. Descalza de la cabeza a los pies, me mira. Es una mirada triste, enigmática, fría. Su mirada me envuelve. Su belleza me subyuga.
Su caminar ahora es lento. Me sonríe. Le devuelvo la sonrisa. Me tiende los brazos. Voy hacia ella. La abrazo. Me abraza. Busco en su boca el sabor de la nostalgia y en su cuerpo el calor de los años. Su boca tiene un sabor dulzón que enciende mis labios y mis sentidos. Mi cuerpo es todo un recinto de sensaciones. El amor renace al contacto de su piel. En sus brazos siento que estoy vivo, que todo lo pasado hasta ese momento no tiene sentido. Me siento feliz, completo. Esa hermosa mujer desnuda me hace sentir hombre de nuevo. La sangre corre a galope por mis venas. Mi cuerpo se nutre de ella. Renazco en un mundo desconocido y eterno. La mujer desnuda me envuelve con su cuerpo, me nutre con su aliento. Y yo le doy el mío, en reciprocidad.

domingo, 26 de diciembre de 2010

Oscurana

Oscurana


Tengo veintidós años y un miedo terrible a la oscuridad. Todas las noches dejo las luces encendidas por que me cuesta trabajo dormir. Si noto que una sombra se desliza por algún rincón del apartamento, corro a encender otra luz más potente. El motivo. Hace dos años tuve una experiencia terrible que marcó mi vida para siempre. Sucedió así:
Corría el año 2007 y me encontraba estudiando Pedagogía en la Universidad de Puerto Rico. Vivía, junto a una amiga de Corozal, en uno de los hospedajes de la urbanización Santa Rita. Los fines de semana no había mucho bullicio en Río Piedras, ya que la mayoría de los estudiantes se iban a sus respectivos pueblos. Un fin de semana de finales de octubre, mi compañera se fue para su pueblo y yo decidí ir a un Pub, al que ya había ido en varias ocasiones. Un joven, que me resultó conocido, se me acercó y me invitó a bailar. Lo había visto anteriormente allí, pero siempre solo, como si buscara a alguien con la mirada. Compartimos bailando y charlando casi toda la noche.
Se llamaba Raúl y estudiaba el cuarto año de Biología. Me encantó el hombre. Su conversación era tan amena e interesante que cuando miré el reloj ya eran las dos de la mañana. Me despedí, pero él muy atento me dijo que me llevaba a mi hospedaje. Acepté.
Cuando llegamos frente al edificio donde vivía, me besó. Fue un beso frío, de ultratumba, empalagoso y repugnante. Me horroricé. ¿Cómo un hombre tan bello podía besar de esa forma? Traté de librarme de otro beso igual y salí del auto. Le dí las gracias y corrí hacia mi apartamento.
Antes de quedarme dormida, pensé en el miedo y el horror que me habían producido los labios de aquel hombre. El frío de ese beso me había congelado la sangre. Miles de sensaciones horribles me penetraron por los poros. El terror de mis ojos se reflejó en el espejo del cuarto. Me persigné y me arropé hasta la cabeza.
Sucedió como a las cuatro de la mañana. No podía ver nada pues estaba todo en tinieblas, pero estoy segura que tenía los ojos abiertos. Un cuerpo estaba sobre mí. El horror volvió. Esta vez con mayor intensidad. Traté de despegar ese cuerpo del mío. Lo empujé con todas mis fuerzas, pero no me lo pude sacar de encima. Empujé con mis manos, mis pies, mis caderas; todo mi cuerpo se resistía ante esa fuerza extraña que me aplastaba. Traté de arañarlo, patearlo, pero nada. Grité, grité lo más que pude, pero el sonido no salía de mi garganta. Esa sensación de impotencia hizo que mi sangre golpeara mis sienes. Mi corazón latía tan fuerte que se me quería salir del pecho. Seguí gritando y gritando, pero el sonido no se oía. El pavor me impulsó a morder, a arañar, pero no logré quitarme de encima ese ente. Lo miré fijamente. Unos ojos, como dos llamas, me miraron. Creí morir. Unas manos gelatinosas me agarraron, rasgaron mi camisa de dormir y recorrieron lascivamente todo mi cuerpo. Con una mano o mejor dicho una garra, me sujetaba y con la otra me acariciaba. Rompió mi ropa interior. Sentí como me violaba salvajemente, como me desgarraba por dentro. Me desmayé del dolor y el terror.
Recuperé el conocimiento y vi como me miraba. Seguía allí. Encima de mí. Mirándome. De pronto vi que de sus ojos salían, no sólo llamas, sino también un aceite grisáceo. Era como una especie de lágrimas que caían sobre mi pecho. Volví a gritar, volví a empujarlo y a patearlo. Todo inútil. Era como una roca enorme clavada sobre mi cuerpo.
Poco a poco la presión fue disminuyendo. El ser salió o se desvaneció. Yo quedé allí, inerte, sin fuerzas para moverme. Con el cuerpo adolorido y el alma rota. Cuando pude caminar fui al baño. Me duché, estrujándome el cuerpo lo más que pude. El miedo flagelaba mis huesos. Lloré. Lloré de rabia y de impotencia. Lloré de miedo. El tiempo que quedaba de oscuridad lo pasé sentada en la bañera.
No conté a nadie lo sucedido. No me hubiesen creído. Sabía que pensarían que todo había sido una pesadilla o peor aún, que estaba loca.
El tiempo pasó. Traté de olvidar la terrible experiencia. Pero mis compañeras se dieron cuenta que algo grave me había sucedido. Comencé a cambiar.
Cuatro meses después volví a quedarme sola. Desde la terrible experiencia anterior, siempre dejaba las luces de mi cuarto encendidas. Esa noche de viernes, estaba leyendo cuando al levantar la vista del libro, vi una sombra reflejada en el espejo. Pensé que era mi imaginación y seguí leyendo. Esta vez un ruido llamó mi atención. Dejé el libro a un lado y fui hasta el baño. Unas garras me sujetaron fuertemente contra la pared. Alcé la vista y vi en el espejo la imagen de Raúl, pero ante mí estaba el ser horrible de aquella fatídica noche. Me sujetaba y me acariciaba. Su cuerpo era todo una tenaza sobre el mío. Me volvió a dejar sin ropa y mientras me violaba salvajemente, me desmayé. Cuando recobré el conocimiento, me tenía ya sobre la cama. Las luces se habían apagado, pero sus ojos iluminaban su horrible cara. Pero, desde aquella noche dormía con un cuchillo bajo la almohada. Mientras sentía su aliento fétido, mi mano se escurrió bajo mi cabeza, agarró el cuchillo y lo hundió en su espalda gelatinosa. Un grito grotesco salió de su garganta. De la herida salió una especie de líquido gris que cayó sobre las sábanas.
Brincó de mi cama. Su grito demoníaco parecía un grito de dolor. Vi en sus ojos refulgentes de nuevo ese otro líquido que pensé eran lágrimas. Corrí a la puerta. Él me miró y me detuvo en el aire. Traté de caminar y no pude. Mis músculos estaban crispados. Vi como el ser diabólico se arrancaba el cuchillo y se dirigía a mí. Pensé que me iba a matar. Pero sólo me miró. Sus ojos reflejaron una gran tristeza. Oí su voz de ultratumba. ¡Volveré! Serás la madre de mis hijos. ¡Volveré!

Por eso espero: con miedo, con horror, con pavor, con náuseas; que ese ser demoníaco llegue. Mientras, extrañamente, mi vientre crece.

lunes, 31 de mayo de 2010

Daisy y Héctor

Daisy y Héctor

Noche tras noche Daisy se sentaba frente a su computadora y tecleaba palabras llenas de sentimientos. ¿Cuánto hacía? Dos…tres meses ya y todavía no sabía cómo era Héctor. Al principio de sus conversaciones éste le había dicho que iba a buscar una de sus fotos para que ella lo conociera, pero el tiempo pasó y aún no había encontrado la dichosa foto. Pero, por ahora, Daisy se conformaba con las palabras llenas de sabiduría y cultura de su amigo. Le encantaba hablar con él a través del micrófono. La vasta cultura de ambos los hacía adentrarse en temáticas diversas, especialmente de literatura.

La primera vez que se encontraron en el chat, ella le pidió cámara, pero él le dijo que no tenía, pero que le mandaría una foto tan pronto la encontrara. Ella tampoco tenía cámara pero tenía una foto en su perfil, así que él pudo verla.

A ella le extraño el nick del hombre, “Centauro”, por lo que le pregunto la razón del mismo. Éste le contestó que esa era la fantasía de todo hombre, ser un centauro, hombre arriba y caballo abajo. Ella pensó que eso era muy erótico. Pero él le dijo que en su caso era lo contrario. “¿Cómo así?” – le preguntó Daisy. “Nada” – contestó él – “que soy Centauro arriba y hombre abajo”. “Que extraño eres”- le dijo Daisy.

Las conversaciones siguieron por muchos meses más. Daisy continuaba pidiéndole la foto, pero él siempre tenía una excusa. Así que pasó el tiempo y ya casi eran como familia. Daisy confiaba mucho en Héctor y éste en ella. De la amistad pasaron a enamorarse platónicamente. El amor los mantenía unidos a pesar de estar tan lejos el uno del otro. Las conversaciones ya eran tan necesarias como el respirar. Cuando hablaban, el amor florecía. Lo cultivaban con frases de amor y de nostalgias. ¿Cuántas veces se juraron amor? ¿Cuántas más prometieron verse y amarse?

Sentimientos que quedaron frustrados cuando una noche Daisy recibe un correo electrónico de Héctor. A medida que lo “leía” Daisy se encogía y las lágrimas se desbordaban por sus ojos.

Daisy:

Soy Pablo, hermano de Héctor. Te escribo desde su correo pues él ya no lo podrá hacer. Murió ayer a las 3:00pm, en la sala de operaciones. Héctor nunca te lo dijo, pero tenía un tumor que le cubría la mitad de su cara. Se ocultaba siempre detrás de su computadora. Te amaba y como le dieron una pequeña esperanza con esta operación, él la quiso tomar. Desgraciadamente no fue tan fácil y murió.

No te sientas culpable, tú no sabías nada y Dios así lo dispuso. Héctor pidió que si moría no te dejaran verlo, por lo que te agradecería no vinieras a su velorio.

Perdona el que sea yo el que te dé tan triste noticia.

Unidos en el amor a Héctor,

Pablo.

Daisy suspiró hondo. Las lágrimas resbalaban por todo su rostro. Pensó en el amor que su corazón sentía por Héctor. Que ya no lo vería más. Ver… Y se puso sus lentes oscuros.

Mis nietos Ratoncitos preciosos de la mano de Dios. Mis ninitos queridos querubines de Dios. Mis razones de vida mi legado de Dios.