domingo, 26 de diciembre de 2010

Oscurana

Oscurana


Tengo veintidós años y un miedo terrible a la oscuridad. Todas las noches dejo las luces encendidas por que me cuesta trabajo dormir. Si noto que una sombra se desliza por algún rincón del apartamento, corro a encender otra luz más potente. El motivo. Hace dos años tuve una experiencia terrible que marcó mi vida para siempre. Sucedió así:
Corría el año 2007 y me encontraba estudiando Pedagogía en la Universidad de Puerto Rico. Vivía, junto a una amiga de Corozal, en uno de los hospedajes de la urbanización Santa Rita. Los fines de semana no había mucho bullicio en Río Piedras, ya que la mayoría de los estudiantes se iban a sus respectivos pueblos. Un fin de semana de finales de octubre, mi compañera se fue para su pueblo y yo decidí ir a un Pub, al que ya había ido en varias ocasiones. Un joven, que me resultó conocido, se me acercó y me invitó a bailar. Lo había visto anteriormente allí, pero siempre solo, como si buscara a alguien con la mirada. Compartimos bailando y charlando casi toda la noche.
Se llamaba Raúl y estudiaba el cuarto año de Biología. Me encantó el hombre. Su conversación era tan amena e interesante que cuando miré el reloj ya eran las dos de la mañana. Me despedí, pero él muy atento me dijo que me llevaba a mi hospedaje. Acepté.
Cuando llegamos frente al edificio donde vivía, me besó. Fue un beso frío, de ultratumba, empalagoso y repugnante. Me horroricé. ¿Cómo un hombre tan bello podía besar de esa forma? Traté de librarme de otro beso igual y salí del auto. Le dí las gracias y corrí hacia mi apartamento.
Antes de quedarme dormida, pensé en el miedo y el horror que me habían producido los labios de aquel hombre. El frío de ese beso me había congelado la sangre. Miles de sensaciones horribles me penetraron por los poros. El terror de mis ojos se reflejó en el espejo del cuarto. Me persigné y me arropé hasta la cabeza.
Sucedió como a las cuatro de la mañana. No podía ver nada pues estaba todo en tinieblas, pero estoy segura que tenía los ojos abiertos. Un cuerpo estaba sobre mí. El horror volvió. Esta vez con mayor intensidad. Traté de despegar ese cuerpo del mío. Lo empujé con todas mis fuerzas, pero no me lo pude sacar de encima. Empujé con mis manos, mis pies, mis caderas; todo mi cuerpo se resistía ante esa fuerza extraña que me aplastaba. Traté de arañarlo, patearlo, pero nada. Grité, grité lo más que pude, pero el sonido no salía de mi garganta. Esa sensación de impotencia hizo que mi sangre golpeara mis sienes. Mi corazón latía tan fuerte que se me quería salir del pecho. Seguí gritando y gritando, pero el sonido no se oía. El pavor me impulsó a morder, a arañar, pero no logré quitarme de encima ese ente. Lo miré fijamente. Unos ojos, como dos llamas, me miraron. Creí morir. Unas manos gelatinosas me agarraron, rasgaron mi camisa de dormir y recorrieron lascivamente todo mi cuerpo. Con una mano o mejor dicho una garra, me sujetaba y con la otra me acariciaba. Rompió mi ropa interior. Sentí como me violaba salvajemente, como me desgarraba por dentro. Me desmayé del dolor y el terror.
Recuperé el conocimiento y vi como me miraba. Seguía allí. Encima de mí. Mirándome. De pronto vi que de sus ojos salían, no sólo llamas, sino también un aceite grisáceo. Era como una especie de lágrimas que caían sobre mi pecho. Volví a gritar, volví a empujarlo y a patearlo. Todo inútil. Era como una roca enorme clavada sobre mi cuerpo.
Poco a poco la presión fue disminuyendo. El ser salió o se desvaneció. Yo quedé allí, inerte, sin fuerzas para moverme. Con el cuerpo adolorido y el alma rota. Cuando pude caminar fui al baño. Me duché, estrujándome el cuerpo lo más que pude. El miedo flagelaba mis huesos. Lloré. Lloré de rabia y de impotencia. Lloré de miedo. El tiempo que quedaba de oscuridad lo pasé sentada en la bañera.
No conté a nadie lo sucedido. No me hubiesen creído. Sabía que pensarían que todo había sido una pesadilla o peor aún, que estaba loca.
El tiempo pasó. Traté de olvidar la terrible experiencia. Pero mis compañeras se dieron cuenta que algo grave me había sucedido. Comencé a cambiar.
Cuatro meses después volví a quedarme sola. Desde la terrible experiencia anterior, siempre dejaba las luces de mi cuarto encendidas. Esa noche de viernes, estaba leyendo cuando al levantar la vista del libro, vi una sombra reflejada en el espejo. Pensé que era mi imaginación y seguí leyendo. Esta vez un ruido llamó mi atención. Dejé el libro a un lado y fui hasta el baño. Unas garras me sujetaron fuertemente contra la pared. Alcé la vista y vi en el espejo la imagen de Raúl, pero ante mí estaba el ser horrible de aquella fatídica noche. Me sujetaba y me acariciaba. Su cuerpo era todo una tenaza sobre el mío. Me volvió a dejar sin ropa y mientras me violaba salvajemente, me desmayé. Cuando recobré el conocimiento, me tenía ya sobre la cama. Las luces se habían apagado, pero sus ojos iluminaban su horrible cara. Pero, desde aquella noche dormía con un cuchillo bajo la almohada. Mientras sentía su aliento fétido, mi mano se escurrió bajo mi cabeza, agarró el cuchillo y lo hundió en su espalda gelatinosa. Un grito grotesco salió de su garganta. De la herida salió una especie de líquido gris que cayó sobre las sábanas.
Brincó de mi cama. Su grito demoníaco parecía un grito de dolor. Vi en sus ojos refulgentes de nuevo ese otro líquido que pensé eran lágrimas. Corrí a la puerta. Él me miró y me detuvo en el aire. Traté de caminar y no pude. Mis músculos estaban crispados. Vi como el ser diabólico se arrancaba el cuchillo y se dirigía a mí. Pensé que me iba a matar. Pero sólo me miró. Sus ojos reflejaron una gran tristeza. Oí su voz de ultratumba. ¡Volveré! Serás la madre de mis hijos. ¡Volveré!

Por eso espero: con miedo, con horror, con pavor, con náuseas; que ese ser demoníaco llegue. Mientras, extrañamente, mi vientre crece.

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Mis nietos Ratoncitos preciosos de la mano de Dios. Mis ninitos queridos querubines de Dios. Mis razones de vida mi legado de Dios.