Cita a ciegas
I
Andrés era un alto ejecutivo del gobierno. Comenzó a utilizar el internet por curiosidad y también como una forma de olvidar el estrés que le provocaba su trabajo. Descubrió que era muy divertido entrar a un cuarto de chat y comenzar a conversar con alguien completamente desconocido. Y, lo más importante para él, que nadie lo podía reconocer. Así entraba con la personalidad que quería, se inventaba una profesión, otra edad, otro lugar de origen, otra vida. De vez en cuando, cuando sus muchas responsabilidades se lo permitían entraba y conversaba con la primera persona que le hablara. Había “conocido” ya varias mujeres: una argentina, que después de unas semanas abandonó el internet para casarse con un hombre de carne y hueso, una colombiana, muy joven para sus gustos, por lo que pronto se olvidó de ella y una puertorriqueña a quien le “sacó el cuerpo” ya que no quería problemas con una mujer tan cercana a su vida.
Uno de esos días en que entró con deseos de olvidar el estrés del trabajo, un PM apareció en su pantalla. Una persona con el nick de “Hechicera” le saludó. Le dijo que era de Puerto Rico, por lo que estuvo a punto de “cortarla” pero, después de un rato, se descubrió a sí mismo diciéndole que también era de la Isla del Encanto. Siguieron conversando de las cosas usuales en internet y quedaron de seguir conociéndose a través del correo electrónico. Así lo hicieron, descubriendo ambos la afinidad que había entre ellos. Él, al principio cuidaba su identidad, pero más adelante su ego le impulsó a decirle cosas sobre su vida privada. Ella le correspondió. Era unos cuantos años mayor que él, casada, con tres hijos adolescentes. Trabajaba en las oficinas administrativas de una universidad muy importante en la Isla. Nada de eso le importó. La forma culta, extrovertida y elegante que tenía esa mujer para expresarse lo subyugaba, lo hechizaba haciéndole honor a su nick. Los correos entre ellos se hicieron más seguidos y él descubrió que además de cultura, de esa mujer emanaba una sensualidad animal que lo atraía y lo hipnotizaba. Varias veces se preguntó si sería realmente hechicera.
Una noche se descubrió a sí mismo dejándose llevar por la sensualidad y la sexualidad de aquella mujer. Y, así, entró al mundo del sexo cibernético. Su deseo de ella se hizo más fuerte y, desde esa noche sus cartas electrónicas se convirtieron en misivas de amor. Le contó aspectos de su vida personal que no le había dicho a nadie, ni aún a su esposa. Le habló de sus poemas secretos, de su primer amor, de su familia, de sus sueños, su trabajo en el gobierno, sus miedos, sus luchas. Se desnudó ante ella.
Le pidió que se conocieran personalmente a lo que ella se negó. Él siguió insistiendo hasta que por fin, un día, accedió, pero con la condición que sería sólo bajo sus términos.
Esa noche de domingo, a las 12:00 PM, fue al hotel que ella había escogido. La puerta estaba junta, así que la empujó y entró. En el cuarto todo estaba en tinieblas. No podía encender la luz, eran sus instrucciones. Oyó una voz tenue que le pedía que fuera hacia la cama. Apenas distinguía ese cuerpo que se moldeaba en la oscuridad. Se desvistió y se acostó al lado de ese cuerpo que olía a mujer. La voz sensual se volvió a escuchar. Tan pronto se acostó, ella se colocó sobre él y le expresó cuanto lo deseaba. Le besó los ojos, las mejillas, el pelo, le susurró al oído palabras apasionadas y sintió sus besos largos y profundos. La lengua de ella se unió a la suya y cerró los ojos para sentir lo que ya se había imaginado muchas veces mientras realizaban el sexo cibernético. Ella siguió la excursión por su cuerpo. Besó su cuello, su pecho, sus tetillas, donde se sumergió por varios minutos, dándose tiempo a chupar a su gusto. Pasó luego a su abdomen. Sintió la lengua en su ombligo y luego por su sexo. Aquí se entretuvo largamente, midiéndolo con la lengua, chupándolo. Primero la sintió en la parte suave de su miembro, luego a lo largo de éste, después como lo introducía en su boca y succionaba. Disfrutó de ese momento como nunca antes lo había hecho. Después de lamerlo por última vez, la vio separarse y sentarse sobre su cuerpo inmóvil. Cabalgó sobre él varios minutos, lento primero, rápido después, hasta que los gemidos se convirtieron en alaridos de orgasmos al unísono.
Ella se levantó y fue al baño. Él se quedó recostado, pensando que algo tan fabuloso no podía ser cierto, que debía estar soñando. Le iba a reiterar su amor, trataría de convencerla para que lo ocurrido continuara. Ya se ocuparía él en buscar el tiempo en su atareado trabajo de alto personaje del gobierno.
La puerta del baño se abrió y vio su figura dibujada en el marco de la puerta. Le dijo cuanto la amaba, pero ella sin escucharlo bien se despidió, murmurando que lo amaba, que nunca lo olvidaría y que lo amaría siempre. Él quiso seguirla, impedirle que se marchara, pero se dio cuenta de lo inútil de su actitud. Estaba desnudo en ese cuarto de hotel, era un hombre casado, una persona importante y no podía darse el lujo de que lo reconocieran.
Ella salió de ese cuarto como salió de su vida. La buscó inútilmente en el chat, le escribió cartas electrónicas. Lloró. Pasó días en pena. Su carácter cambió. Se volvió taciturno, irritable. Hasta que un día se rindió ante la realidad, él ya no le interesaba a esa mujer, tal vez nunca le había interesado realmente. Todo para ella, había sido sólo un juego. Tuvo un estremecimiento. ¿Y si hablaba? ¿ Si lo exponía ante los demás? Esta vez tembló de terror. Pero no, no podía haberse equivocado tanto respecto a ella. Respiró hondo. Él hubiera arriesgado todo por esa mujer, su posición social, su puesto en el gobierno, el puesto al que aspiraba; todo por ella. Suspiró recordando. Él, un hombre tan importante, futuro candidato a la gobernación de la Isla, sabía que jamás podría olvidar esa extraña cita a ciegas que lo llevó al paraíso e inmediatamente lo bajó al oscuro fondo del infierno.
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