El reloj
El reloj de la sala dio doce campanadas que le hicieron recordar a Lucas que debía haber telefoneado a su esposa después de acostar a los niños. Myriam se encontraba fuera de la isla en cuestiones de trabajo, por lo que no podría pasar el fin de semana con ellos. Así que, como muchas otras veces, le tocaría a él hacerse cargo de los niños y de la casa.
Después de colgar el teléfono, fue a ver a sus hijos y luego se dirigió a su cuarto.
Se despertó a las cinco de la mañana sobresaltado. Sin saber por qué buscó el cuerpo de su esposa en la cama. La vio allí, como siempre. Su presencia lo alivió. Myriam sintió que él la observaba y abrió sus ojos perezosos. Le sonrió con esa sonrisa tan suya, tan hermosa; que le hacía olvidar todos los males del mundo. Lucas buscó sus labios, como tantas otras veces. Amaba a su mujer, la adoraba, era el centro de su vida. Se habían casado diez años antes y desde entonces se consideraba el hombre más feliz del mundo. Esa mañana, como tantas otras, hicieron el amor como desesperados, queriendo fundirse y perpetuarse cada uno en el cuerpo del otro. Exhaustos, se quedaron dormidos rápidamente.
El reloj despertador sonó a las siete. Salió sigilosamente y se metió al baño. Al rato partió hacia lo que consideraba su trabajo. Mientras, un silencio sepulcral quedaba tras él.
Regresó a las cinco de la tarde. Los niños ya estaban bañados y vestidos. La comida servida y todo limpio y en su lugar. Miró a su familia y respiró tranquilo. Myriam era contable en un banco muy importante en la Milla de Oro. Se sentía muy orgulloso de ella. Tenían dos niños preciosos y saludables. ¡Qué más se podía pedir!
Después de jugar con sus tesoros y ver los muñequitos, los mandó a dormir. Él se sentó a leer, como todas las noches. Mientras, en la televisión, pasaban la noticia del suicidio de una mujer cuyos hijos habían sido asesinados. No le prestó atención a la noticia, pero decidió irse a dormir.
De nuevo el sobresalto. Siempre a la misma hora. Esta vez, al despertar, se fijó en los ojos amorosos de su esposa. Ella, sin emitir palabras, lo besó como queriendo borrarle la pesadilla que lo atormentaba. Esos besos lo transportaron a un mundo de felicidad, que le hizo olvidarse de todo que no fueran ellos.
El reloj despertador sonó a las 8:00 AM. Una nueva mañana lo recibió, llena de colores y esperanzas. Lucas recordó que era domingo y que su esposa llegaría pronto. Fue al cuarto de los niños y vio sus camitas hechas. Le extrañó, pues los había dejados acostaditos por la noche. Los llamó, pero no obtuvo respuesta. Comenzó a desesperarse cuando vio que no estaban por toda la casa. Como un loco salió a la calle y siguió llamando a sus niños por sus nombres: “Carlos… Marcos… ¿Dónde están? No se me escondan. Hijos, por favor, no se escondan.” Su voz temblorosa y desesperada se oía por todas las habitaciones de la casa. Se asustó aún más cuando pensó que su esposa pronto llegaría y no encontraría a los niños. ¿Qué le diría? Myriam sin sus niños se moriría de pena.
Un carro se estacionó frente a la casa. Lucas corrió hacia él con la ilusión de que fuera ella. Pero pronto se dio cuenta que quien bajaba era su hermano Javier. Éste lo miró con infinita ternura, mientras le decía: “Lucas, ven…acompáñame. Te llevaré a un lugar donde te ayudarán.” Abrazó a su hermano mientras su mente divagaba entre imágenes de raptos, asesinatos y suicidio. Lloró en el hombro de Javier, repitiendo que su familia se había ido y ahora estaba solo.
Juntos entraron en el auto. Mientras, en la casa, su esposa y sus hijos le observaban y se despedían de ese padre amoroso y tierno que prefería vivir en el mundo de las ilusiones y los sueños.
Ser mujer y desnudarse ante el mundo a través de la palabra, no es fácil. Mas, aquí está el siglo XXI, desbaratando y enterrando ritos y mitos. La llaga a ratos sangra, a ratos sana. El antibiótico de la esencia femenina trabaja. Esperemos la cura total de la humanidad.
miércoles, 3 de enero de 2007
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